Hace poco vi una frase que me llamó poderosamente la atención.
“En una caja de cerillos, existen 60 incendios.”
Lo que me llevó a querer escribir sobre algo que como mujeres a veces nos cuesta mucho dar a entender a los demás: nuestras emociones y sentimientos.
Cuando recuerdo mi vida en general, me sorprendo por todas las experiencias que he vivido. Muchas anécdotas parecerían hasta de mentira. Sean del tipo que sean, casi siempre han supuesto de una sobrecarga de emociones, de sentimientos encontrados. Y aunque algunas predominen sobre otras, siempre estuvieron allí.
Somos una caja de cerillos
Seamos mujeres u hombres, tendemos a lo mismo. Somos seres humanos, ergo, sentimos, nos emocionamos, secretamos toxinas que nos hacen percibir el entorno de una determinada forma. Importa mucho la edad, nuestra cultura, y la forma en cómo nos han educado para que lo percibamos igual o diferente al resto.
En mi caso, creía estar loca. Creía que algo ocurría conmigo. Me auto-diagnostiqué con sinfines de enfermedades cuando, en realidad, solo eran las etapas y las circunstancias que vivía. Sí existía una depresión, y sí existía una ansiedad social. Parecía que nunca iba a encontrar paz, claro, según esa adolescente que aún intentaba descubrir el mundo.
Es precisamente en ese mundo que las personas invierten gran parte de su vida intentar descifrar y siempre será diferente a nuestros ojos, como a los ojos del que está a lado. Y aquí viene la primera lección o moraleja con un toque de frase hecha: no intentes retener o apaciguar lo que sientes. Solo te va a enfermar aún más mental y físicamente (y luego te cuento por qué).
La Ciencia dentro de la Caja
Aunque probablemente lo necesitaba muchísimo antes, no fui a terapia sino hasta los 29 años. Sin embargo, me ha ayudado a entender mejor lo que viví y cómo he percibido el mundo desde entonces. Fui víctima de muchas circunstancias, pero algo que entendí fue que no debía sentirme víctima para todo. Cuando aprendemos eso damos un paso más en beneficio de ser más emocionalmente inteligentes.
En terapia aprendí la ciencia detrás de todo lo que me ocurría entre los 11 hasta los 25 años. Probablemente, debería ser la primera cosa que deberían explicarnos en clases o en casa cuando vamos aproximándonos a esos dichosos años. Lo cierto es que el cerebro humano termina de madurar a los 25 años. Es así que quizás todo lo que creemos una locura, la intensidad con la que sentimos o reaccionamos ante los estímulos y vivencias, son puro reflejo de un cerebro inmaduro.
A cualquiera que me lo pregunte se lo digo igual: recuerdo ese “despertar” cuando me miré al espejo y no sabía que había estado haciendo exactamente con mi vida. Tantas noches sin dormir por sobre pensar cosas, llorando a propósito de situaciones que no salían como me las imaginaba. Quizás para las mujeres es más difícil que para los hombres, porque inevitablemente somos las más “emocionales”.
Es cierto que es un cambio muy grande. Estuve días sin responderle a mi novio de aquel entonces porque mis pensamiento cambiaron, pero mi autoestima y valor, también. Gracias a la incompatibilidad de ambos aprendí lo que no quería en mi vida y me sirvió de guía para después encontrar a la persona indicada.
Oye, pero no pienses que la depresión se me esfumó así porque sí. Solo se aligeraron algunas maletas que llevaba encima e intenté ver la vida de otra manera. Algunas cosas que me sirvieron para aprender a vivir con la depresión y la ansiedad fueron escribir en mi diario, escuchar música y refugiarme en mis estudios.
Para dejarlo claro, el que uno “despierte” y consiga salir de ese torbellino que le hace estar atolondrado, no quiere decir que por arte de magia seremos felices por siempre. Es solo entender que a nível químico nuestro cerebro que intentaba darle significado a algunas cosas sin éxito, ahora podía hacerlo muchísimo mejor, porque había conseguir “evolucionar” hasta ese punto. Diría yo que es lo que te convierte en adulto.
60 Incendios y muchos más
Es cierto que en los primeros años después de ese gran despertar, nada realmente está estable. Ojo con eso: creer que un día mágicamente te despiertas y ya eres otra persona no es precisamente el tipo de cambio que va a ocurrir. Es un proceso en el que poco a poco vas demostrando otras actitudes frente a los mismos problemas, otras formas de responder ante los mismos estímulos.
De adolescente era muy iracunda. Mi rabia hacia el mundo hacía que tomara decisiones súper drásticas: no comer, encerrarme en mi habitación, aislarme, no hablar con nadie, gritar y decir cosas muy hirientes a mis seres queridos. La rabia era visceral, podía tener un gran estrujón en el estómago de la cólera, lo que hacía que me fuera más fácil dejar de comer y hacer una especie de “huelga de hambre”.
Con los años, guardarme cosas, sufrir en silencio y a veces intentar retener esa rabia, solo hacía que mi cuerpo sufriera las consecuencias (mi estómago puede dar fe de ello). Aquí viene la segunda gran lección: si lo sientes, y sabes cómo expresarlo correctamente sin herir al resto, suéltalo y verbalízalo, de lo contrario, es mejor que esperes a tener las palabras correctas para hacerlo.
Las mujeres sentimos más que los hombres y quizás no sea yo precisamente una experta ni psicóloga en el tema, pero al menos lo que me ha servido a esta edad y con todos los cambios que he hecho, es entender que debo dejar estar las emociones y sentirlas en plenitud. Es decir, si siento tristeza, dejarla estar. Si siento felicidad, disfrutarla al máximo. Si siento vergüenza, observarla y tenerla presente. Lo que marcará la diferencia es qué haré luego con cada una de ellas. Dejarlas pasar ya no es una opción: ahora las analizo y las valoro cada una en la intensidad que suponga. Es una forma de respetar mis tiempos.
Cuando los Incendios Traspasan Fronteras
¿Alguna vez oíste eso de “no puedo terminar una discusión porque inmediatamente me pongo a llorar”? Yo era ese tipo de persona. El enojo me brotaba por los ojos en lágrimas que se podían extender horas de horas, porque sentía que nadie me entendía. Sí, eso es de un adolescente común, pero la depresión y ansiedad que tenía durante esos años, y sin un diagnóstico, ya se estaba haciendo evidente.
Descubrí que mi cerebro buscaba traer nuevamente al frente recuerdos o experiencias dolorosas para motivarme a llorar en medio de la noche, era como si buscara más leña a un fuego vivo, aunque muriera de sueño a las 3 o 4 de la madrugada. Ahora, a los 31, trae me tareas pendientes o las mejores ideas creativas para no dejarme dormir. En terapia, hemos analizado ese patrón que es puramente la ansiedad y la respuesta a un peligro inexistente. Son cosas que podrían evitarse tranquilamente, pero alguien nos lo tiene que contar para ponerlo en evidencia.
Hace poco, escuché en la radio que a pesar de esa etapa de tristeza, dolor y pesar que se pasa en la adolescencia, no todos los adolescentes sufren depresión. Pero esta se puede camuflar muy bien a esas emociones aparentemente temporales. Por eso, es muy importante saber cómo la manejamos y lidiamos con ella. Ya sea que eres adolescente y llegaste a este post por casualidad, o que eres madre y tu hijo/a esta llegando a ese punto en donde te surgen las dudas, es mejor acudir a un especialista.
Una Hoguera Perfecta
Cuando decidí escribir este post, lo hice con el corazón abierto y recordando cada una de esas noches en las que lloraba de adolescente. Pero como ser humano y sobre todo como mujer emprendedora, me ha ayudado muchísimo a entender cada una de estas emociones. Espero que al menos con esta descripción pueda ayudar a alguien a percibir mejor los cambios por los que pasará o ha pasado ya. Sobre todo si estamos en camino o búsqueda de nuestro crecimiento personal, es la mejor forma de vivir el presente en paz.